LO QUE DICE LA CONCIENCIA
DIEGO ALEXANDER FORONDA RAMOS

Hay encuentros que no están planeados. Que no siguen un guion ni obedecen a la lógica del tiempo ni de la distancia. Son como destellos breves en medio de la rutina: instantes silenciosos que, de alguna manera misteriosa, lo cambian todo. Diego no buscaba a nadie aquella tarde. Se había refugiado en el cine como quien escapa de la fatiga de los días grises. Buscaba una historia ajena, una distracción pasajera, no una sacudida al alma. Laura tampoco esperaba encontrar nada especial. Había aprendido a caminar ligera, a no depositar esperanzas en los desconocidos, a cuidar el corazón como quien protege una herida aún reciente. Y, sin embargo, entre el murmullo de las butacas, el olor a palomitas de maíz y la luz tenue de la pantalla, dos almas se reconocieron. No fue un flechazo de película. No fue una mirada robada ni un amor a primera vista. Fue algo más sutil. Más verdadero. Diego no se enamoró de la apariencia de Laura. Se enamoró de su risa imperfecta, de la forma en que su mirada se perdía en los créditos finales como quien busca entender algo más grande que sí mismo. Se enamoró de su manera de estar en el mundo: frágil, valiente, hermosa en su autenticidad. Laura, por su parte, no cayó rendida ante promesas vacías. Se permitió, poco a poco, confiar. Dejarse mirar, dejarse cuidar, dejarse elegir. Esta es su historia. No de un amor perfecto, sino de uno real. De esos que se construyen día a día, a pesar de los miedos, de las heridas, de las viejas sombras. Un amor que no pide máscaras. Un amor que abraza las grietas. Un amor que, como las mejores películas, no necesita un final perfecto para ser eterno.